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Encíclica de S.S. Pío XI
Sobre la persecución religiosa en México
Prólogo
Por:
Lic. Ismael Flores Hernández
La próxima
beatificación de trece mártires cristeros, ocho
de ellos jaliscienses, entre los que sobresale Anacleto González
Flores, es tan sólo el compromiso de la Iglesia con
aquellos que derramaron su sangre confesando la verdad de
la Fe predicada por Cristo; es también un signo de
la invariabilidad de la doctrina católica, pues el
reconocimiento de su martirio y en especial la solemne ceremonia
en donde se declarará su beatitud, son perfectamente
compatibles con el contenido de la Encíclica publicada
por el Papa Pío XI en 1926, año en que llega
a su culmen la peor de todas persecuciones del Estado contra
la Iglesia; en ella el Vicario de Cristo, se lamenta de los
sufrimientos del clero y del pueblo mexicanos, pero también
reconoce el valor de los sacerdotes y de los fieles católicos,
invitándoles a que permanezcan en su fe, y sin hacer
uso de la violencia, a no doblegar su frente ante la política
arbitraria de un gobierno intolerante.
El Santo Padre se refiere específicamente a la etapa
persecutoria decretada por el Gral. Plutarco Elías
Calles; pero al referirse a los orígenes inmediatos
de la misma, atinadamente señala que en 1914 se inició
en México el periodo más álgido de la
persecución contra la Iglesia: “...cuando hombres
que parecían tener la antigua barbarie, se enfurecieron
contra el clero secular y regular... contra los objetos destinados
al culto...”
Hablando del mismo tenor y para que no quede duda de la acción
antirreligiosa de la revolución de 1914, señala
como en la Constitución de 1917, quedaron plasmados
los principios de aquella: “...se decreta que los templos
son propiedad de la nación... se destierra absolutamente
la religión de la enseñanza...”. Ante
esta dolorosa situación, la Santidad de Pío
XI, alaba la paciencia del clero del pueblo de México,
pues han soportados con toda paciencia, los arteros ataques
que los impíos hacen a los lugares sagrados y a sus
propias personas.
Pero no se piense en una actitud pusilánime por parte
de los católicos mexicanos, en todo momento el gobierno
sintió la férrea resistencia del pueblo creyente
en contra de sus ataques; la Iglesia Católica siempre
ha propugnado por la resistencia pacífica, a ella se
aferró el Episcopado Mexicano; situación también
es loada por el Sumo Pontífice: “...divulgaron
una Carta Pastoral colectiva al pueblo, en la que después
de demostrar hasta la evidencia, que el Clero se había
mostrado amante de la paz... amonestaron a los fieles... que
debían perseverar en la Religión Católica
obedeciendo a Dios antes que a los hombres”.
Y es que precisamente los candidatos a la beatitud, se hicieron
eco de este último consejo, adoptando la resistencia
pacífica, de la cual fue paladín Anacleto González
Flores; nunca cedieron un ápice al enemigo cuando este
quiso inmiscuirse en la reglamentación del culto, y
por último, murieron confesando la fe en Cristo ante
los tormentos y las balas del perseguidor.
ENCÍCLICA DE S.S. PÍO PAPA XI
Sobre la persecución religiosa en México
A
LOS VENERABLES HERMANOS, PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS,
OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA.
DE LAS TRISTISIMAS CONDICIONES DEL CATOLICISMO EN LOS ESTADOS
UNIDOS MEXICANOS
LOS VENERABLES HERMANOS, PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS,
Y OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN
CON LA SEDE APOSTÓLICA. PÍO-PAPA- XI
VENERABLES
HERMANOS, SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA:
A fines
del año pasado, hablando en el Consistorio al Sacro
Colegio de Cardenales, hicimos notar que no podía esperarse
fundamente, alivio alguno a las tristes e injustas condiciones
en que se hallaba la Religión Católica en México,
sino de “un auxilio especial de la Misericordia Divina”;
y vosotros no tardasteis en secundar Nuestro pensamiento y
Nuestros Deseos, muchas veces manifestados, exhortando a los
fieles confiados a vuestros cuidados Pastorales a mover con
fervorosas oraciones al Divino Fundador de la Iglesia para
que pudiese remedio a tan grandes y acerbos males. A tan grandes
y acerbos males, hemos dicho, pues, contra nuestros carísimos
hijos mexicanos otros hijos desertores de la milicia de Cristo
y hostiles al Padre común de todos, han movido hasta
ahora y mueven todavía una despistada persecución.
Es cierto que en los primeros siglos de la Iglesia y en tiempos
posteriores, se ha tratado atrozmente a los cristianos; pero,
quizá no ha acaecido en lugar ni tiempo alguno, que
un pequeño número de hombres, conculcando y
violando los derechos de Dios y de la Iglesia, sin algún
miramiento a las glorias pasadas, sin ningún sentimiento
de piedad para con sus conciudadanos, encadenarán totalmente
la libertad de la mayoría con tan premeditadas astucias,
enmascaradas con apariencia de leyes. No queremos pues, que
a vosotros y a todos los fieles, falte un solemne testimonio
de Nuestra gratitud por las preces privadas o por las solemnidades
públicas hechas con este fin. Pero, importa mucho que
estás súplicas, empezadas con tanto provecho,
no sólo no disminuyan, sino antes bien, continúen
con fervor aún más intenso: pues el regular
las vicisitudes de las cosas y de los tiempos y el cambiar
los juicios y las voluntades de los hombres, encaminándolos
al bien de la sociedad civil, no está en poder del
hombre, sino de Dios, único que puede asignar un término
cierto a semejantes persecuciones. No os parezca, empero,
Venerables Hermanos, haber ordenado en vano tales plegarias,
viendo que el Gobierno de México en su odio implacable
contra la Religión ha continuado aplicando con dureza
y violencia aún mayores sus inicuos decretos; porque
en realidad, el Clero y la multitud de los fieles, socorridos
con más abundantes efusiones de la gracia Divina en
su paciente resistencia, han dado tan ejemplar espectáculo,
que merecieron con todo derecho, que Nos, en un Documento
solemne de nuestra Autoridad Apostólica, los propusiéramos
como ejemplo ante los ojos del mundo católico. El mes
pasado con ocasión de la beatificación de numerosos
mártires de la Revolución Francesa, Nuestro
pensamiento volaba espontáneamente a los católicos
mexicanos, que como aquellos se mantienen firmes en el propósito
de resistir pacientemente a la arbitrariedad y al poderío
extraño, antes que separase de la unidad de la Iglesia
y de la obediencia a la Sede Apostólica. ¡OH
gloria verdaderamente ilustre de la Divina Esposa de Cristo,
que siempre en el curso de los siglos, puede contar con hijos
tan nobles y generosos, prontos por la santa libertad de la
fe, a la lucha, a los padecimientos y a la muerte!
Al narrar las dolorosas calamidades de la Iglesia Mexicana,
Venerables Hermanos, no empezaremos desde muy atrás.
Basta recordar que las frecuentes revoluciones de estos últimos
tiempos, dieron lugar generalmente a trastornos y persecuciones
contra la religión; como en 1914 y 1915, cuando hombres
que parecían tener aún algo de la antigua barbarie,
se enfurecieron contra el clero secular y regular, contra
las vírgenes sagradas, y contra los lugares y objetos
destinados al culto, de modo tan despiadado, que no perdonaron
injuria, ignominia ni violencia alguna. Más tratándose
de hechos notorios, contra los cuales públicamente
levantamos Nuestra protesta, y de los cuales habló
largamente la prensa diaria, no es ésta la ocasión
de alargarnos en deplorar que estos últimos años
sin miramiento a razones de justicia, de lealtad y de humanidad,
los Delegados Apostólicos enviados a México,
hayan sido, uno arrojado del territorio mexicano, otro impedido
de volver a la nación de donde había salido
por breve tiempo por motivos de salud, y un tercero, no menos
hostilmente tratado y obligado a retirarse. Tal modo de obrar
-aun sin tener en cuenta que ninguno como aquellos ilustres
personajes, hubiera sido tan apto negociador y mediador de
la paz,- a nadie se oculta cuán deshonroso haya sido,
así para su dignidad Arquiepiscopal y su honorífico
cargo, como especialmente para Nuestra autoridad por ellos
representada.
Hechos son éstos, dolorosos y graves, pero los que
vemos a añadir, venerables hermanos, son tan contrarios
a los derechos de la Iglesia, como el que más, y mucho
más dañoso a los católicos de aquella
nación. Examinemos ante todo las leyes dadas en 1917,
que llaman Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos. Por lo que se refiere a nuestro asunto,
proclamada la separación del Estado y de la iglesia,
a esta como a persona despojada de todo honor civil, no se
le reconoce ya derecho alguno y le esta prohibido adquirirlo
en adelante; mientras se da facultad a las autoridades civiles
de entrometerse en el culto y en la disciplina externa de
la Iglesia. Los sacerdotes son considerados como profesionistas
u obreros, pero con esta diferencia: que sólo deben
ser mexicanos por nacimiento, y no exceder el número
establecido por los legisladores de cada uno de los Estados
políticos y civiles igualándolos en esto a los
malhechores y a los dementes. Se prescribe además,
que en unión de una comisión de diez vecinos,
los sacerdotes deben informar al Presidente Municipal de su
toma de posesión de un templo, o de su translación
a otra parte. Los votos religiosos, las órdenes y congregaciones
religiosas no están permitidos excepto en el interior
de los templos y bajo la vigilancia del Gobierno; se decreta
que los templos son propiedad de la Nación; los Palacios
Episcopales, las casas curales, los seminarios, las casas
religiosas, los hospitales y todos los institutos de beneficencia,
quedan arrebatados al dominio de la Iglesia. Esta no retiene
dominio sobre cosa alguna; cuanto poseía al tiempo
de ser aprobada la ley, pasa a ser propiedad de la Nación,
concediéndose a todos acción para denunciar
los bienes que se consideran poseídos por la Iglesia,
mediante otra persona, y bastado según la Ley, para
dar fundamento a la acción, la simple presunción.
Los sacerdotes quedan incapacitados para adquirir por testamento,
excepto en los casos de estricto parentesco. Ningún
poder se reconoce a la Iglesia en cuanto al matrimonio de
los fieles, y este sólo se juzga válido según
el derecho civil. La enseñanza, es verdad, se proclama
libre, pero, con estas restricciones: se prohíbe a
los sacerdotes y a los religiosos, abrir o dirigir escuelas
primarias y se destierra absolutamente la religión
de la enseñanza, aún privada, que se dé
igualmente no se reconoce efecto legal alguno a los diplomas
de estudios obtenidos en las escuelas y colegios dirigidos
por la Iglesia.
Verdaderamente, venerables hermanos, que aquellos que aprobaron,
y dieron su sanción a dichas leyes, -o ignoraban que
compete por derecho divino a la Iglesia, como Sociedad perfecta,
fundada por Jesucristo, Redentor y Rey para la salvación
común de los hombres, la plena libertad de cumplir
su misión, (aunque parece increíble tal ignorancia
después de veinte siglos de cristianismo en una Nación
católica y entre hombres bautizados), -o más
bien, en su soberbia y demencia, creyeron que podían
disgregar y echar por tierra “La casa del Señor,
sólidamente construida y firmemente apoyada sobre la
roca viva”, -o por último, estaban poseídos
de un ciego furor de dañar de todas las maneras posibles
a la Iglesia.
Ahora bien, después de la promulgación de leyes
tan perjudiciales y odiosas, ¿cómo habrían
podido callar los Arzobispos y Obispos de México? Por
esto, prontamente protestaron en una carta serena, pero enérgica;
protesta ratificada después por nuestro inmediato predecesor,
apoyada colectivamente por el Episcopado de algunas naciones
e individualmente por la mayor parte de los Obispos de otras
regiones: protesta confirmada por Nos mismo el dos de febrero
de este año, es una carta de aliento dirigida a los
Obispos Mexicanos. Esperaban éstos que los hombres
del Gobierno, calmados poco a poco los ánimos, comprenderían
a la casi totalidad del pueblo, a causa de aquellos artículos
de la ley que restringían la libertad religiosa, y
que, no aplicarían ninguno o casi ninguno de dichos
artículos, y se llagaría entre tanto a un “modus
vivendi” tolerable. Pero no obstante que, obedeciendo
a sus Pastores, que los exhortaban a la moderación,
se ha llegado a perder toda esperanza de volver a la calma
ya la paz, el Clero y el pueblo han dado muestras de inagotable
paciencia.
En efecto, a causa de la ley promulgada por el Presidente
de la República el dos de julio de este año,
va casi no ha quedado libertas ninguna a la Iglesia en aquellas
regiones; y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal
manera impedido que se castiga, como si fuese un delito capital
con penas severísimas. Es increíble, Venerables
Hermanos, cuánto Nos entristece esta grande perversión
del ejercicio de la autoridad pública. Cualquiera que
venere, como es su obligación, a Dios, Creador y Redentor
nuestro amantísimo, cualquiera que desee obedecer a
los preceptos de la Santa Iglesia, ¿deberá ser
por esto, por esto sólo decimos, considerado como culpable
y malhechor? ¿Merecerá ser por esto privado
de los derechos civiles? ¿Deberá ser encarcelado
en las prisiones públicas con los criminales? ¡Oh!
Cuán justamente se aplican a los autores de tales enormidades,
las palabras de Nuestro Señor Jesucristo a los príncipes
de los Judíos: “ésta es vuestra hora y
el poder de las tinieblas”. (Luc. 22-53). Verdaderamente
esta última ley, más bien que interpretar como
se pretende, a la antigua, la hace pero y mucho más
intolerable, y el Presidente de la República y sus
Ministros aplican una y otra con tal encarnizamiento, que
no toleran que algún magistrado o comandante militar,
modere la persecución contra los católicos.
Y a la persecución se ha añadido el insulto.
Se suele poner en ridículo a la Iglesia, ante los ojos
del pueblo, ya en el Congreso, con imprudentes mentiras, mientras
se impide a los nuestros con silbidos y con injurias, hablar
en contra de los calumniadores; ya por medio de periódicos,
enemigos declarados de la verdad y de la acción católica.
Pues si al principio podían los católicos intentar
en los periódicos alguna defensa de la Iglesia, exponiendo
la verdad o refutando los errores, ahora no se permite ya
a éstos ciudadanos tan sinceramente amantes de la Patria,
levantar la voz ni siquiera para lamentarse estérilmente,
en favor de la libertad de la fe de sus padres y del culto
divino. Pero, Nos movidos por la conciencia de nuestro deber
apostólico, clamaremos muy alto, para que todo el mundo
católico sepa del Padre común, cuál ha
sido por una parte la desenfrenada tiranía de los adversarios,
y cuál por otra la heroica virtud y constancia de los
Obispos, de los sacerdotes, de las familias religiosas y de
los seglares.
Los sacerdotes y religiosos extranjeros han sido expulsados;
los colegios destinados a la instrucción cristiana
de los niños y de las niñas, han sido clausurados
por llevar algún nombre religioso, o porque poseían
alguna estatua o imagen sagrada; han sido clausurados igualmente
muchos seminarios, escuelas, conventos y casas anexas a las
Iglesias. Casi en todos los Estados ha sido restringido y
fijado en su minimum el número de sacerdotes dedicados
a ejercer el ministerio sagrado. Y aun éstos, no lo
pueden ejercitar, si no se inscriben ante las autoridades
u obtienen de ellos el permiso. En algunas partes se han puesto
tales condiciones al ejercicio del ministerio, que si no se
tratase de cosa tan lamentable, moverían a risa; como
por ejemplo, que los sacerdotes deben tener determinada edad,
estar unidos por el llamado matrimonio civil, y no bautizar
sino con agua corriente. En uno de los Estados de la federación,
se decreto que no hubiese más que un Obispo dentro
de los confines de ese Estado, por lo cual sabemos que dos
Obispos tuvieron que salir desterrados de sus propias Diócesis.
Obligados por las circunstancias, otros Obispos tuvieron también
que alejarse de su propia Sede; algunos fueron llevados a
los tribunales: varios fueron arrestados y los demás
están a punto de serlo.
A todos los mexicanos que atendían a la educación
de la infancia o de la juventud, o que ocupaban otros puestos
públicos, se les obligó a que respondiesen si
estaban conformes con el Presidente de la República
y si aprobaban la guerra hecha a la Religión Católica;
y fueron obligados, para no ser cesados en su empleo, a tomar
parte juntamente con los soldados y los obreros, en una manifestación
organizada por la Unión socialista llamada Confederación
Regional Obrera Mexicana. Esta manifestación que desfilo
por la Ciudad de México, y otras ciudades el mismo
día, y que terminó con impíos discursos
al pueblo, tenía por objeto el dar su aprobación
con los gritos y aplausos de los asistentes, a las contumelias
y afrentas hechas a la Iglesia, por el mismo Presidente.
Y no se detuvo aquí la saña cruel de los enemigos.
Hombres y mujeres que defendían la causa de la Religión
y de la Iglesia, de viva voz o distribuyendo hojas y periódicos,
han sido llevados a los tribunales, y puestos en prisión.
Han sido puestos en la cárcel cabildos enteros de canónigos,
transportando en camilla a los ancianos; han sido impíamente
asesinados sacerdotes y seglares en las calles y en las plazas
y delante de las Iglesias. ¡Quiera dios que los que
tienen la responsabilidad de tantos y tan graves delitos,
entren por fin dentro del, y recurran con arrepentimiento
y con llanto, a la misericordia de Dios ¡estamos persuadidos
que ésta es la venganza nobilísima que nuestros
hijos únicamente asesinados piden ante Dios para los
que les dieron la muerte!
Creemos ahora conveniente, venerables hermanos, exponernos
con brevedad de que modo han resistido Los Obispos, sacerdotes
y fieles de México, oponiendo una muralla en defensa
de la Casa de Israel, y permaneciendo firmes en la lucha (Ezeq.
13-5). No podíamos dudar que los Obispos intentarían
unanimente los medios a su alcance para defender la libertad
y la dignidad de la Iglesia. En efecto, divulgaron una a Carta
Pastoral Colectiva al pueblo, en la que después de
demostrar hasta la evidencia que el Clero se había
mostrado siempre amante de la paz, prudente y paciente con
los Gobernantes de la República, y harto tolerantes
de las leyes poco justas; amonestaron a los fieles, -explicándoles
y exponiéndoles la doctrina de la Constitución
Divina de la Iglesia, -que debían perseverar en la
Religión Católica, “obedeciendo a Dios
antes que a los hombres”, (Act. 5-29) siempre que se
impusieran leyes no menos contrarias al concepto mismo y nombre
de Ley, que repugnantes a la Constitución y a la vida
misma de la Iglesia. Promulgada después por el Presidente
de la República la nefasta Ley ante dicha, declararon
con otra carta Colectiva de propuesta, que el aceptar semejante
Ley, era lo mismo que entregar a la Iglesia esclavizada en
manos de los Gobernantes del Estado, los cuales por lo demás,
evidentemente no habrían desistido con esto, de su
intento: que preferían más bien abstenerse del
ejercito público del ministerio sagrado y que por lo
tanto el culto divino que no pudiera celebrarse sin intervención
del sacerdote, debería suspenderse por completo en
todos los templos de sus Diócesis, desde el último
día de julio, en el cual entraba en vigor dicha Ley.
Habiendo mandado después los Gobernantes que los templos
fueran entregados a los seglares designados por el Presidente
Municipal, y de ningún modo a aquellos que fuesen nombrados
por los Obispos o Sacerdotes, se transfirió así
la posesión de los templos de la autoridad Eclesiástica
a la Civil; y por tanto los Obispos, casi en todas partes,
prohibieron a los fieles aceptar la elección que de
ellos hiciese la Autoridad Civil, y entrar en aquellos templos
que habían dejado de estar en manos de la Iglesia.
En algunas partes, según las circunstancias, se proyectó
de otro modo.
Con todo esto, no creáis Venerables Hermanos, que los
Obispos Mexicanos hayan descuidado oportunidad u ocasión
alguna que se les ofreciese, para apaciguar los ánimos
y conducirlos a la concordia, por más que desconfiasen,
o más bien desesperasen de obtener una resultado favorable.
Consta en efecto que los Obispos que en la Ciudad de México
fungen como representantes de sus colegas, dirigieron una
carta sumamente cortés y respetuosa al Presidente de
la República, en favor del Sr. Obispo de Huejuntla,
que había sido conducido preso de modo indigno y con
gran aparato de fuerza a la ciudad de Pachuca; y no es menos
notorio que al Presidente les respondió en forma iracunda
y odiosa. Habiéndose ofrecido después algunas
personas de representación, amantes de la paz, a interponer
su medición para que el Presidente mismo entrase en
platicas con el Arzobispo de Morelia y el Obispo de Tabasco,
se discutió mucho y largo tiempo por ambas partes,
pero sin fruto. Enseguida los Obispos deliberaron si propondrían
a las Cámaras Legislativas la abrogación de
las Leyes que se oponían a los derechos de la Iglesia,
o si continuarían simplemente como hasta entonces,
en la resistencia pasiva. Por muchas razones les parecía
que no daría resultado alguno el presentar una solicitud
semejante. Presentaron sin embargo dicha petición muy
bien redactada, por los católicos más competentes
en el conocimiento del derecho y ponderada diligentemente
por los mismos Prelados; petición que fue suscrita,
por diligencia de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa,
de que después hablaremos, por muchísimos ciudadanos
de ambos sexos. Más los Obispos, habían previsto
bien lo que iba a suceder, ya que el Congreso Nacional rechazó
por el sufragio de todos los diputados menos uno, la petición
propuesta, alegando que los Obispos estaban privados de personalidad
jurídica por haber acudido al Sumo Pontífice
en busca de consejo y no querer acatar las leyes de la nación.
¿Qué cosa quedaba ya por hacer a los Obispos,
sino declarar que no se mudaría nada en su actitud
y en la del pueblo mientras no se quitasen tan injustas leyes?
Los Gobernantes de la República abusando de su poder
y de la admirable paciencia del pueblo, podrán amenazar
el clero y pueblo mexicano con peores males; pero, ¿Cómo
podrán vencer a hombres dispuestos a sufrirlo todo
antes que consentir en cualquier arreglo que pudiera ser dañoso
a la causa de la libertad católica?
Esta admirable constancia de los Obispos, la imitaron y copiaron
en sí maravillosamente los sacerdotes en las variadas
y difíciles, circunstancias en que se hallaban, por
lo cual Nos presentamos ante el mundo católico entero
y proclamamos estos ejemplos de extraordinaria virtud que
Nos han servido de sumo consuelo, y los alabamos, “porque
son dignos de ello”. (Apoc. 34).
Y al pensar en esto, -considerando que en México los
adversarios han usado toda clase de engaños y han echado
mano de todos los ardides y vejaciones posibles con el fin
apartar el Clero y al pueblo de la Jerarquía Eclesiástica
de esta Sede Apostólica y que sin embargo, de entre
los sacerdotes, que se elevan al número de cuatro mil,
solamente uno o dos han faltado miserablemente a su deber
-parece que no hay cosa que Nos podamos esperar del Clero
mexicano! “Vemos a los ministros sagrados estrechamente
unidos entre sí y obedeciendo reverentemente y de buena
gana los mandatos de sus Prelados, aún cuando por lo
general no puedan hacerlo sin grave peligro. Vemos que teniendo
necesidad de vivir del ministerio sagrado, siendo pobres y
no teniendo la Iglesia con qué sustentarlos, sin embargo
sufren sin quejarse su pobreza y necesidad, celebrando privadamente
el Santo Sacrificio; atendiendo según sus fuerzas a
las necesidades espirituales de los fieles y alimentando y
despertando en todos, a su alrededor, el fuego santo de la
piedad. Los vemos además levantar con su ejemplo, con
sus consejos y exhortaciones el ánimo de sus ciudadanos
confirmándolos en sus propósitos de perseverar
pacientemente. Quién se admirará pues de que
la ira rabia de los enemigos se haya vuelto primaria y principalmente
contra los sacerdotes?
Ellos en cambio, cuando se ha ofrecido ocasión, no
han dudado en ofrecerse con rostro sereno y ánimo esforzado
a la cárcel y a la misma muerte! Pero lo que se nos
ha anunciado en estos últimos días, sobrepasa
las inicuas leyes de que antes hicimos mención, y raya
en el colmo de la impiedad; pues se ataca de improviso a los
sacerdotes que celebran en casa propia o ajena se viola torpemente
la Sagrada Eucaristía, y se conduce a los ministros
sagrados a las cárceles.
Nunca alabaremos bastante a los animosos fieles de México,
que han comprendido bien cuánto les interesa que su
católica Nación en las cosas más santas
y de mayor importancia -como son el culto de Dios y la libertad
de la Iglesia y el cuidado de la eterna salud de las almas-
no esté pendiente del capricho y audacia de unos pocos,
sino se vea finalmente por la benignidad de Dios, gobernada
por leyes conformes al derecho natural, divino y eclesiástico.
Debemos tributar muy singulares alabanzas a las Asociaciones
Católicas que en estas circunstancias están
al lado del Clero como cuerpos militares de defensa: ya que
los miembros de ellas, en cuanto es de su parte no sólo
proveen al sustentamiento y al socorro de los sacerdotes,
sino también cuidan los edificios sagrados, enseñan
la doctrina cristiana a los niños, y como centinelas
están de guardia para dar aviso a los sacerdotes a
fin de que ninguno quede privado de auxilios espirituales.
Y esto se refiere a todos en general; pero queremos decir
algo en particular de las principales asociaciones para que
cada una sepa que es grandemente aprobada y del Vicario de
Jesucristo.
La Asociación
de los Caballos de Colón, que se extiende por toda
la República, se compone afortunadamente de hombres
activos y trabajadores que se distinguen mucho por la experiencia,
por la franca profesión de la fe y por el celo en ayudar
a la Iglesia. Esta sociedad especialmente ha cooperado a dos
obras que son de grandísima oportunidad en estos tiempos,
a saber: -la Unión Nacional de Padres de Familia, cuyo
programa es educar católicamente a sus propios hijos,
revindicar el derecho propio de los padres cristianos de instruir
libremente a su prole y cuando ésta frecuenta las escuelas
públicas, de darle una sana y completa instrucción
religiosa; -y la Liga Defensora de la Libertad Religiosa,
instituida precisamente cuando era más claro que la
luz que un cúmulo inmenso de males amenazaba a la vida
católica. Los miembros de esta Liga que se ha propagado
por toda la República, trabajan concorde y asiduamente
para que los católicos todos bien ordenados e instruidos
presenten un frente único irresistible a sus adversarios.
Del mismo modo que los caballeros de Colón, han merecido
y merecen bien de la Iglesia y de su Patria, otras dos asociaciones
que dedican especial atención, según sus estatutos,
a la acción social católica, a saber: -la Asociación
Católica de la Juventud Mexicana y la Unión
de Damas Católicas Mexicanas. Una y otra, además
de lo que es propio de cada una de ellas, en particular cuidado
de secundar y hacer que sean secundadas en todas partes las
iniciativas de la mencionada Liga Defensora de la Libertad
Religiosa. Y en este punto Nos es imposible descender a hechos
singulares: pero Nos place daros a conocer, Venerables Hermanos,
una sola cosa, y es, que todos los socios y socias de estas
asociaciones, están tan ajenos a todo miedo, que lejos
de huir buscan los peligros y aún se gozan cuando les
toca sufrir malos tratamientos de los adversarios. ¡Oh
espectáculo hermosísimo dado al mundo, a los
ángeles y a los hombres! ¡Hechos dignos de eterna
alabanza! Pues, como arriba insinuamos, no son pocos los Caballeros
de Colón, los Jefes de la Liga, las damas y los jóvenes
que han sido aprehendidos, conducidos por las calles entre
soldados encerrados en inmundas prisiones, ásperamente
tratados y castigados con penas y con multas.
Más aún. Venerables Hermanos, algunos de estos
jóvenes y adolescentes -y al decirlo no podemos contener
las lágrimas-, con el rosario en la mano y la invocación
a Cristo Rey en los labios, han encontrado voluntariamente
la muerte. A nuestras vírgenes, encerradas en la cárcel,
se les han hecho los más indignos ultrajes, y estos
se han divulgado de propósito para intimidar a las
demás y hacerlas faltar a su deber.
Cuándo el benignísimo Dios se dignará
, Venerables Hermanos, poner término a tantas calamidades,
ninguna previsión humana puede conjeturarlo. Sabemos,
sin embrago, que vendrá finalmente un día en
que la Iglesia Mexicana descansará de la tempestad
de odios, porque “no hay sabiduría, no hay prudencia,
no hay consejo contra el Señor” (Prov. 21-30),
“las puertas del infierno no prevalecerán”
contra la Inmaculada Esposa de Cristo. (Mat. 16-18).
En verdad, la Iglesia destinada a la inmortalidad, desde el
día de Pentecostés en que por primera vez salió
rica de dones y de luces del Espíritu Santo del recinto
del Cenáculo a la faz de todos los hombres, ¿qué
otra cosa ha hecho en los veinte siglos transcurridos y entre
todas las naciones sino “esparcir el bien por todas
partes” (Act. 10-38), a ejemplo de su Fundador? Ahora
bien, estos beneficios de todo género deberían
haber conciliado a la Iglesia el amor de todos, pero la tocó
lo contrario, según lo había ya anunciado ciertamente
el Divino Maestro (Mat. 10-17-25). Por esto, la navecilla
de Pedro unas veces navega feliz y gloriosamente a favor de
los vientos, y otras parece dominada por las olas y casi sumergida;
pero ¿no está acaso gobernada por el Divino
Piloto que a su tiempo calmará las iras de los vientos
y de las olas? Por otra parte, Cristo que todo lo puede, hace
que las persecuciones con que es vejado el nombre cristiano,
sirvan para utilidad de la Iglesia, pues según S. Hilario,
“propio es de la Iglesia vencer cuando es perseguida,
brillar en las inteligencias cuando se la impugna, conquistar
cuando es abandonada”. (S. Hil. Pictav. “De Trinit
1-VII-4).
Si todos aquellos que en la que vasta extensión de
la República Mexicana se enfurecen contra sus mismos
hermanos y conciudadanos, reos únicamente de observar
la Ley de Dios, trajesen a la memoria y considerasen desapasionadamente
la historia de su Patria; no podrían menos de reconocer
y confesar que todo cuanto hay en su misma Patria de progreso
y de civilización, todo cuando hay de bueno y de bello,
tiene indudablemente su origen en la Iglesia. Nadie ignora
en efecto, que fundado ahí el cristianismo, los sacerdotes,
y los religiosos particularmente, que ahora son tratados con
tanta ingratitud y perseguidos con tanta crueldad se entregaron
con inmensas fatigas, no obstante las graves dificultades
que les oponían, por una parte los colonos devorados
por la fiebre de oro y por la otra los mismos indígenas
aún bárbaros, a promover con grandes trabajos,
tanto el esplendor del culto divino, y los beneficios de la
fe católica como las obras o instituciones de caridad,
y hacer que abundaran en aquellas extensas regiones las escuelas
y los colegios para la instrucción y educación
del pueblo en las letras y ciencias sagradas y profanas, en
las artes y en las industrias.
Sólo Nos resta, Venerables Hermanos, implorara y suplicar
a Nuestra Señora María de Guadalupe, celestial
Patrona de la nación mexicana, que, perdonadas las
injurias contra ella misma cometidas, alcance con su intercesión
a su pueblo las bendiciones de la paz y la concordia; y, si
por secretos designios de Dios, aun está lejano este
deseado día, que llene de toda clase de consuelos los
pechos de los fieles mexicanos y los conforte para seguir
luchando por la libertad de profesar su religión.
Entre tanto, como auspicio de las gracias divinas, y testimonio
de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros, Venerables Hermanos,
a aquellos que especialmente que gobiernan las Diócesis
Mexicanas, a todo el Clero y pueblo vuestro, impartimos de
corazón la bendición apostólica.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 18 de Noviembre de 1926, en
el año quinto de nuestro Pontificado. -PIO- PAPA XI.
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